miércoles, 30 de abril de 2014

Exagerados


Nosotros. Nosotros los otros. Nosotros los raros, los apartados, los ridículos, los extraños, los frikis, los desclasados. Nosotros los feos, los adefesios, los bichos raros, los desagradables, los repulsivos rostros cambiantes de la extravagancia; locos, delirantes, nihilistas y fanáticos. Anormales, subnormales, metanormales, transnormales, atrofiados; mutantes superdesarrollados, bestias incomprensibles o alfeñiques indignos del empujón que nos mata; pervertidos o asexuados. Borrachos, drogadictos, criminales, enfermos, débiles, golpeados y levantados a duras penas, arrojados a la existencia del margen y la furia: brujos, magos, eremitas, nómades, gerofantes, hechiceros del Sol y de la alquimia. 
Nosotros los monstruos, nosotros los gargantuas y segismundos, Jabberwocky, Ubú rey y Ubú encadenado; hijos bastardos de Ifrit y la Serpiente, íncubos y súcubos, cíclopes, ogros, titanes, ¡Hidras de Lerna! ¡Minotauros sangrantes de la espada de Teseo! Toros blancos como la nieve, cisnes hermosos ¡fiesta de Leda! Sátiros y ninfas, ménades hambrientas de la noche, cuervos de Poe, dragones y demonios, adoradores de Baal, dioses olvidados de Babilonia la infame, ¡séquito perverso de Dionisos! ¡Qué viva el ditirambo, nuestro señor bienamado! ¡Qué viva la fiesta! ¡Evohé! ¡Evohé! ¡Yaco que bramas sobre el mundo! Que se rompan los barcos
de los profetas de la muerte, que crezca la hiedra entre los muros y que caigan, que los peces se cuelen por los ojos de los que no saben ver, que se derrumben los templos, que ardan los ídolos ¡Nosotros los iconoclastas! Que todas las trompetas suenen y revienten todas las ciudades en la música cegadora de la explosión de la vida ilimitada. Orgánicos, hipertróficos, voluptuosos, ambiguos, hiperbóreos.
Nosotros. Nosotros los aislados. Resistentes de las leyes de la especie, perecidos por perder la voluntad de conservarnos a toda costa, de permanecer en nuestro aspecto verdadero. Vogelfrei. Sensibles como la cuerda del arco, como el violín, como el agua calma, heridos, poetas, guerreros, muertos y resucitados. Sin ley, sin dios, sin partido ni causa, fuertes porque libres pero susceptibles al hondazo. Nosotros el peligro inidentificable, invisible y postergado de milenios. Nosotros el error original del hombre primitivo, animales extraordinarios, virus en el virus del lenguaje; coagulados lentamente en el reconocimiento cotidiano del par incuestionable: por la mirada, por la palabra, por el odio, por el desprecio compartido. ¡Ah, si habremos vivido de la impostura! Basta ya de su cama de Procusto, de su conformidad insulsa de ataúd, de frasco, de balanza y regla; de psiquiatras, abogados, policías, maestros, sociólogos, jefes, teratólogos, héroes civilizadores de un intento fallido por encausar el río. 
Seamos río y desierto, inundación y sequía, halcón y jilguero. Extensión de las ramas, búsqueda de luz, de explotar en primavera, de triunfar sobre la muerte, de tirar todo a la mierda, de destruir las ruinas de las ruinas y bailar como Eurínome entre el mar, la arena y la tormenta, con Hefesto, con el día, con el agua, con la tierra, con el fuego.

Risa. Tampoco exageremos. ¡Ay Santo Tomás de Moro! ¿Ocho horas para dormir, ocho para trabajar y ocho para la recreación de la mente y el espíritu? ¿Y qué de lavar los platos, pasar el piso, pagar la luz, el gas y los impuestos, hacerse la paja, chequear el mail, llorar, buscar ofertas en el super, visitar a la madre, tener una novia, cambiarle los pañales a los chicos? ¿Qué de hacer cola en el banco, la municipalidad, las oficinas de la muerte, de cagar en los hoteles, de bañarse para sacarse el olor a gente? ¿Qué de trabajar después del trabajo y pensar en la plata? No funciona el modelo del señor de Moro, no tiene nuestro voto, nosotros votamos al incendio. ¡Fuego! ¡Qué viva el fuego! Único redentor en la tiranía del fuego.

Bien, mucho menos exagerados después, salimos a la calle, al día, a la verdad de vivir que es y no es literatura y acá estamos y crecen las plantas y cada sol sigue su marcha silenciosa y terrible; manejamos nuestros autos, besamos metódicamente a nuestras mujeres, lavamos nuestros platos, colgamos nuestra ropa, nos refugiamos en la belleza de la modorra de la tarde y dormimos nuestro sueño. Es la coreografía pulcra y repetida, el callar el grito ahogado que permite ser todos los días. ¡Todos los días!¡Todos los días hasta el fin de los días y otra vez y otra vez y otra vez eternidad! Eterno retorno de lo mismo: lo que merecemos hoy lo merecemos para siempre.

miércoles, 2 de abril de 2014

Ciudades VII: Auckland, Nueva Zelanda

También: "La globalización o el amor"

Otro larguísimo estudio etnográfico carente de rigurosidad científica, tedioso relato de viaje que en realidad no relata nada o infumable ensayo que promete demostrar tesis que jamás enuncia; producido y maquillado por Mateo Green: armoniquista sin talento, farsante profesional.



"Un pájaro de papel en el pecho 
dice que el tiempo de los besos no ha llegado; 
vivir, vivir, el sol cruje invisible, 
besos o pájaros, tarde o pronto o nunca. 
Para morir basta un ruidillo, 
el de otro corazón al callarse..."
 ('Vida' en La destrucción o el amor, V. Aleixandre)


No Auckland, te re mil juro que no, no me vas a hacer pagar 28 dólares para subir a una torre del orto para ver desde lejos y muy arriba el árbol debajo del que me quiero sentar a leer, osea éste donde estoy ahora ¡en tu fucking cara! ¿Sabés lo que hago yo con 28 dólares? Soy Gardel... Eso sí, Gardel en Auckland, osea que más desubicado y anacrónico que la mierda, cantando "Mi noche triste" en la Queen Street, a ver si los turistas europeos me tiran unos mangos, porque los chinos, qué te digo, esos no te sueltan un penique ni en pedo.

De todos los libros que quería traerme, el único del que estaba realmente convencido no lo encontré cuando armé la mochila: La destrucción o el amor de Vicente Aleixandre, un pequeño poemario surrealista. Así que acá estoy, abajo de un árbol en el Albert Park (con vista a la Sky Tower) leyendo "Una vida divina" de Sollers por tercera vez. Bien, segundo día en Auckland, empecemos del principio mejor:

Córdoba. Despido a la familia. Lloramos todos un poquito, está bien porque nos queremos, es lo que hay que hacer. ¿Estoy nervioso? Si, pero menos que otras veces. Entro al punto de no retorno, cruzo la puerta corrediza y de ahora en más estoy solo. Me revisan, conozco el procedimiento, el tipo adelante mio en la fila está inquieto, debe ser la primera vez que vuela o lleva una bolsa de merca en el culo, nunca se sabe. Listo, estoy en la sala de embarque, de acá al avión: el miedo máximo. Me escribo con un par de personas que todavía me despiden, me llama mi primo, le escribo a otras que quería escribirles; espero con el celular, basicamente, es mentira que estoy solo, no se puede estar solo en este mundo hipercomunicado.
Es gracioso, muchas veces la gente se esmera, cara a cara, y usa todas sus estrategias discursivas para decirnos cosas profundas y llenas de significado que, la verdad, no nos calientan en absoluto, no nos mueven un pelo; y otras veces, al pasar, sin ninguna intención de generar nada especial, alguien te dice una frase tonta, un chiste, una metáfora simple que abre un recorrido de pensamiento distinto, una 'epifania', digamos. Cuando ya casi la empleada de la compañía recibía mi pase de abordar, a punto de apagar el celular, me llega un último mensaje: "Baile Green! Aunque no sepa". Bien. Me sonrío solo en la sala de embarque del Aeropuerto Ingeniero Ambrosio Taravella y por fin entiendo. Meses de inseguridad y exageración (soy exageradísimo, todos lo saben, la exageración es una de las formas de hacer literatura) y estar tirado, no activar, no estar seguro de nada y ya está, era eso nomás: bailar, porque en la mesa se quedan los aburridos. ¿Qué importa que uno no sepa (estamos hablando de un método) siempre y cuando se divierta en el proceso? Bailo para mí, no para los otros, como M.N en la novela de Sollers, que en un callejón, cuando está seguro que nadie lo ve, esboza un paso secreto de baile. ¿Tengo miedo al avión? Claro que sí, pero desde que esta hermosa señorita con uniforme de LAN reciba mi pase ya estamos en la pista y hay que mover el culo... Bien, excelente y preciso último mensaje, gracias por eso...

Señores pasajeros de Lan con destino a Santiago y combinaciones a Auckland, el comandante y todos nosotros les damos las gracias por elegir este vuelo. Damos la bienvenida especial a los pasajeros procedentes de otras aerolíneas así como aquellos que vengan de una profunda crisis emocional o sentimental y vaguen en la continua búsqueda de sí mismos. Les recordamos que es política de seguridad de la empresa apagar los aparatos electrónicos durante el aterrizaje y el despegue para no interferir con las comunicaciones, así como haberse despojado de sus trabas existenciales y todo aquello que los ate a tierra a la hora de emprender el viaje. Les rogamos que guarden su equipaje de mano en los compartimientos superiores o debajo del asiento delantero, dejando despejado el pasillo y las salidas de emergencia, reales y metafóricas. Ahora por favor abróchense el cinturón de seguridad, mantengan el respaldo de su asiento en posición vertical, la voluntad en alto para ese cuerpo cagón que les tiembla, y su mesita plegada. Les recordamos que no está permitido fumar en el avión ni arrepentirse de lo que han dejado inconcluso. Gracias por su atención y feliz vuelo.

Una hora y media después, 650 km en línea recta, un paseito rápido por encima de la cordillera y estamos en Santiago de Chile. Es milagroso si se lo piensa bien, el avión comercial es el instrumento por excelencia de la globalización, sin la posibilidad de acortar las distancias que nos ofrece la colonización moderna sería imposible. Unas horas durmiéndome en el aeropuerto en Chile, un Airbus 340, un clonazepan para cruzar el Pacífico y ¡zaz! Estoy en Auckland. Es una maravilla, realmente lo es, de un día para el otro hago lo que en el siglo XIX me hubiera costado capaz que meses, esfuerzo, sudor y sangre. ¿Cómo no tenerle miedo a la bestia técnica? En este momento, mientras usted me lee, hay aproximadamente unos 15000 vuelos comerciales surcando el globo ¡Qué maravillas logramos desde el palo y la piedra! ¡Qué saltos desde la invención del fuego! Un Airbus 340 como este son 370 muertos en potencia reventados en una bola de fuego sobre el Pacífico, un Aibus 380 ni que hablar: unas 800 personas gritando en una caída libre de 570 toneladas. Todo en pos de la gloria de la democracia, la globalización y el capitalismo, para que esta señora insoportable de calzas de leopardo que no sale del baño mientras yo me meo en la cola del Airbus 340 pueda saltar como colibrí de aeropuerto en aeropuerto y meterse a los duty free a comprar productos de altísima gama, boludeces de lujo que nadie necesita. Los aeropuertos son shoppings organizados, la globalización es que estos ingleses que están en la mesa al lado mío (porque ahora escribo en la terraza del hostel) puedan hablar como lo están haciendo de los productos INGLESES que compraron en una casa de productos INGLESES en Auckland, del otro lado del puto mundo... ¿Me puede decir alguien cuál es el sentido de todo esto? ¿No viajamos acaso para ver 'lo otro', 'lo diferente'? No, la cosa es distinta. NO la voy a hacer breve porque tengo ganas de escribir, así que se la banca o se va, juegue al Candy Crush, perezca, no me interesa...

Jack London habla en "Relatos de los mares del sur" del inevitable hombre blanco, ese hombre testarudo, conquistador a ultranzas, que a toda costa intentará darle al mundo su propia forma, volverlo semejante a sí mismo; es inevitable porque no puede ser evadido: se los mata y otros vienen en su lugar; tercos, brutos, bestiales como aplanadoras. En escasos cien años el hombre blanco le ha dado su forma al mundo, hoy los gringos pueden comprar cosas de gringos en cualquier parte de la Tierra, nada más que eso es la grobalización: que todo sea aburridamente lo mismo en todas partes. Para el hombre blanco la globalización es una de las formas del amor.
El hostel en el que estoy es del primer mundo, estoy en un país del primer mundo, así que me metí al jacuzzi (si estás en Roma has como los romanos) y me puse a charlar con un yanqui que laburaba en Afganistan. El tipo me decía que los afganos no quieren 'aceptar los valores de la democracia'. ¿Democracia? ¿Esa cosa más o menos esbozada por un par de griegos, perfeccionada en Roma y llevada a sus últimas consecuencias (osea la tirania global) por los EEUU? ¿Qué tienen que ver los afganos con eso? Nada de nada, pero el hombre blanco es inevitable, necesitamos poner Mcdonalds en Kabul, es imperativo para nuestra supervivencia como civilización que el mundo se parezca a nosotros... Lo gracioso de la manera de pensar de este señor es que efectivamente pensaba que la intervención estadounidense en Afganistan era un bien absoluto, una forma del amor... El amor narcisista y neurótico de reconocerme en el otro, de transformar al otro en mí mismo si se niega a ser como yo. Pero el verdadero amor es como la guerra, no su guerra pelotuda de masivos bombardeos anónimos señor yanqui, sino la guerra de Aquiles que busca, entre el polvo de la batalla, a Héctor, porque entre todos es su igual máximo, la máxima otredad, el máximo enemigo. Solo puedo amar verdaderamente a lo que es otra cosa distinta de mí, aquello que me falta, cuando la transformo para que se me parezca empieza el tedio del espejo.

Nueva Zelanda fue uno de los últimos lugares del planeta al que llegaron los humanos. Los maoríes no pusieron pie acá sino hasta aproximadamente el IX de la era cristiana, y los europeos empezaron a llegar en serio (a romper las bolas) recién en el siglo XVIII con James Cook. Lo que es mejor: hasta que llegaron los maoríes ni siquiera había otros mamíferos que los murciélagos. La falta de depredadores mamíferos hizo que en las dos islas que componen el país pulularan diversísimas y extrañas especies de pájaros, como el kiwi que hoy está en peligro de extinción o la gigante moa, ave no voladora que podía llegar a pesar más de 250 kgs, extinta por la cacería maorí... Esta era una tierra de ovíparos hasta que llegamos nosotros con nuestra pesadez mamífera, nuestro neurotismo de exceso uterino a romper con la belleza de la liviandad y el viento, de la copula sin beso entre las plumas.

Bien, me estoy yendo de mambo. Pasan cientos de años, llegan los mamíferos, se extinguen las moas, James Cook, los hermanos Wright inventan el avión y, por ende, los Free shops, la señora de las calzas de leopardo interrumpe mi ingreso al baño del Airbus, aterrizamos en Auckland. Estamos en el baile, hay que bailar... Son las cuatro de la madrugada horario local, paseo con mis cosas por el aeropuerto, me compro el atado de puchos más caro de mi vida porque tengo muchas ganas de fumar, no me importa. Espero que se haga de día y tomo un colectivo al centro. ¿Cómo es Auckland? Es la ciudad más europea que he visto (yo que nunca he estado en Europa), no en infraestructura sino culturalmente, digamos. Terriblemente cosmopolita, la mayoría tiene fisionomía caucásica, pero hay algunos maoríes y, por supuesto, está plagado de asiáticos.
Lo básico: llego al hostel, dejo las cosas, voy a hacer un trámite. No puedo hacer el check-in hasta las dos de la tarde así que camino porque es lo único gratis para hacer. Por Queen street hasta Victoria y a la Sky Tower ¿28 dólares? Ni en pedo subo. La ciudad es limpia, algunos caminan en patas, me gusta eso, pero no deja de ser una ciudad y ciudad es siempre mugre. Tomo para el otro lado por Victoria street y llego al parque Albert. En una esquina la galería de arte, entro, nada nuevo, nada raro, nada que me sorprenda, las galerías de artes son también unas especie de shoppings; por ahí tendría que haber tenido a alguien (no a cualquiera, contadas personas me refiero) para hablar, el discurso siempre engalana la cosa. Así que salgo y camino por el parque Albert, ahora sí me va gustando más, es un parque de césped precioso y cuidado, grandes lomas, árboles grandes y raros, la gente está tirada por ahí tomando sol, el clima es perfecto.
Me tiro en un lugar lo suficientemente lindo y lo suficientemente alejado, es la primera vez que freno desde que salí de Carlota ¿es la primera vez que freno desde cuando? ¿dos días, una semana, un mes, un año? Freno y estoy acá, en Auckland, soy un mamífero, nieto de inmigrantes europeos en una isla del Pacífico Sur que antaño pertenecía a las aves, Nosotros el inevitable hombre blanco la hemos transformado, esto es la globalización, esta es la forma neurótica del amor que conocemos. ¡Ah, yo vine para buscar al monstruo en el laberinto y no encontré más que otro Teseo!
No sé porqué pero me lago a llorar, capaz porque por primera vez en mucho mucho tiempo estoy absolutamente seguro de dónde estoy, de lo que tengo y lo que no tengo, desconsolado lloro como si fuese un nene y de repente, entre moco y moco, me largo a reír, también como un nene. No me da vergüenza decir que lloro, no lloro nunca así que me lo merezco, es un regalo. Soy un nene de nuevo, tengo diez años y estoy en Albert Park tomando sol, tengo veintidós y estoy en un hotel en Honduras leyendo a Phillippe Sollers, veintisiete y con el mismo libro en Nueva Zelanda, soy adolescente y trato de explicarle a una novia un cuento de Jack London pero ella me mira aburrida. Identidad: soy esto, ahora, aquello que fui, en una vorágine perversa, frenarse es llorar y reír, ver la tragedia y comedia de la vida desde el lugar privilegiado del espectador; después solo nos resta intentar vivir, vivir, mientras el Sol cruje invisible, mientras tu corazón de mamífera no calle más allá del mar y un pájaro de papel extinto me susurre que el tiempo de los besos no ha llegado.

Bueno, otra vez exagerando Mateo. En el pasillo del hostel me cruzo con una chica absolutamente desnuda que me mira y me dice "hi", así que no me puedo quejar. En la pieza tres alemanas, no me gustan porque son rubias y yo soy un fundamentalista de morochas y simpatizante de coloradas; son amables las alemanas, pero tienen esa amabilidad de robot que me resulta insoportable. Después se van y las reemplazan cuatro inglesas y un inglés. Es la noche del dos de abril (aniversario de la Guerra de Malvinas) y escribo esto rodeado por el enemigo nacional, ni a ellos les calienta ni a mí, nacimos todos después de 1982, para ellos no debe ser ni contenido de historia en el secundario. La globalización borra las diferencias ideológicas en la gran nulificación totalizante de la única ideología verdadera: la economía mercado. Hoy fui al supermercado y me mareé en la superabundancia de los entes, es increíble, increíble todo lo que no necesitamos, increíble la voluptuosidad glotona y narcisista del inevitable hombre blanco. Chinos, maoríes, argentinos, negros, ingleses, malayos, todos somos 'hombres blancos'.

Y son las doce de la noche y voy a cerrar esto así nomás sin llegar a nada interesante porque la inglesa me apagó la luz y me tengo que levantar temprano para ir a Gisborne a ver si laburo. Inglesa hija de puta. Otro día cuento del chileno que conocí, del tipo que me ofreció ser parte la la cruz roja y fingí que no hablaba inglés, del mochilero mendigo que vi en Queen street, del viejo tocando la guitarra, de cuando me metí al sauna, de las casas de prostitución, del gringo al que se le incendió la parrilla en la terraza y qué se yo... Bue, en fin: las anécdotas boludas. Tendría que leer los diarios de Cook, como para tener un norte literario de como se hace esto, pero mi motivación actual para escribir es la falta de plata para ir al bar de acá a la vuelta, así que no.

Saludos mamíferos míos de cuerpos pesados y adiposos. Bailen aunque su contextura de oso, elefante o ballena les quite la gracia, bailen aunque no nos esté permitido ser pájaros...