sábado, 13 de febrero de 2010

Las orgías


“¿Podrás creer que he visto con mis propios ojos a la Sibila de Cumas, suspendida de una escarpia? Cuando los muchachos le preguntaban qué era lo que deseaba, ella les respondía siempre: ‘Quiero morir’”
-Petronio, Satiricón XLVIII-



El Satiricón no nos ha enseñado nada nuevo. Nos hemos regocijado, si, en su lectura como en la de Boccaccio o Juan Ruiz. Hasta sabemos de memoria versos goliardos y los recitamos si la noche se descubre. Pero ya nada, no. La realidad nos cubre con su manto espeso y la literatura parece un chiste, no hay metáfora capaz de, no.

La cuestión es que cada tanto, sin saber cómo ni por qué, se desatan nuestras Orgías ¡ah, nuestras orgías! Si usted supiera señora… De repente en una noche de verano alguien se desnuda y sale a la calle. Nadie osaría en el pueblo desentender semejante llamado, la Orgía empieza y todo viejo, adulto o niño que escuche participará; en la plaza, en la iglesia, en la casa de Raquel la verdulera, en el patio de la escuela. Donde sea, donde mande la pasión y el desvarío: Orgía.

La cuestión es mantener la naturalidad. Con el tiempo, con las generaciones, hemos aprendido a separar esto (que en realidad no comprendemos del todo) con la simplicidad de nuestras vidas cotidianas, muy propias de un pueblo pequeño y pampeano, de mañanas húmedas y grandes extensiones de nada. Así, cuando el padre da la misa o Raquel elije las sandías, nadie piensa en la impía boca que alojó al gracioso miembro o en los ominosos orificios que la mano habrá explorado. La Orgía es otra cosa, un aparte, un paréntesis absoluto, una acotación disociada del resto del texto, de la existencia. Nada de la orgía debe contaminar la vida ni, dios nos libre, viceversa. Piense en nuestros días comunes, en el esfuerzo sobrehumano que hace quinto grado B para no recordar a la señorita Eduviges en el paroxismo del éxtasis cuando un grupo de adolescentes (a quienes alguna vez explicó la regla de tres) la penetra por cada uno de los lugares donde, terrible su suerte, una mujer puede ser penetrada. Piense en esto y comprenderá la magnitud de nuestro sacrificio cotidiano, la razón por la que no tenemos consideraciones morales respecto a lo que hacemos. Si algo nos salva del tormento, este esfuerzo es.

Nosotros, personas de bien, atentos a la religión y las buenas formas, con gusto nos uniríamos a quienes rechazan prácticas tan deleznables como las nuestras. Pero la Orgía no pregunta, toma forma sola, más allá de la voluntad, más allá del tiempo, como si una flauta sonara levemente en el aire rebelando al hombre contra todo lo que es, cubriéndolo de espanto contra sí, reventando en un soplido cualquier consideración, culpa, máxima moral o lo que sea. La Orgía se abre paso entre la gente de este pueblo, lentamente nos atrapa uno a uno y no hay quien sea más fuerte, no hay quien más débil. Con su siringa nos hipnotiza, con su cayado nos guía, nadie no es hijo de la vida, nadie se niega al Si absoluto, a la Maldad. Dile al mundo, viajero, que el gran dios Pan vive hoy, muere mañana.

Imposible atender a fidelidades, promesas o compromisos asumidos. No, la Orgía es otra cosa y no se contamina con la vida, ya he dicho. Lo único que perturba éste equilibrio entre lo pasional y lo cotidiano es el ansia de morir. Sí, claro, imagínese usted, tanta vocación de deseo, tanto gusto por lo prohibido y de repente tener que trabajar en un banco y sonreír, tener que amar todos los días a una mujer ajada por los años, limpiar la vereda, comprar el pan. Ahí termina nuestras ganas de sacrificarnos, donde empieza el terrible, íntimo e incomunicable deseo del suicidio; que en lo personal seguro todos viven como un alivio, una liberación.

La consecuencia brutal del dios ambiguo es el miedo colectivo, el pánico, palabra que graciosamente proviene de su nombre. Todos tememos a la Orgía que vendrá a intervenir para regocijarnos y a la vez destruir las verdades simples que tanto nos cuesta construir. Preferiríamos morir antes que soportar nuevamente tanto placer, tanto desvarío. Un hombre con miedo es peligrosísimo para sí, imagine cientos, miles. Así que no juzgue, viajero, si un día pasa por aquí y detrás de esta advertencia encuentra solamente las ruinas de un incendio descomunal. El fuego: único redentor en la tiranía del fuego.-


M.P


Arriba: "El abrazo" de Egon Schiele (Casi tan bueno como Klimt, infinitamente más cruel)

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